I
El humo se cuelga en la tarde mojada, suspendido junto a la
pregunta que Ignacio pondera al tiempo que rasca su pantorrilla. Desde el viejo
zaguán, él mira distraído a la calle con el cigarro entre los dientes, baja los
pies del banco en que los tenía, el viejo columpio anclado al techo rechina
cuando Ignacio inclina su cuerpo hacia delante, él siente la brisa de la lluvia
en su rostro. No era tanto que pensara en algo que responder, sino en lo que no
sabía decir, que se movía en algún resquicio de la mente y que aún no lograba
vislumbrar muy bien.
— ¡Madres Ignacio! ¡Di algo! — la voz de Eudora se muerde el
volumen y de nuevo se cuelga entre ellos. – ¿No tienes una opinión al respecto?
Ignacio sopesa en su mente la idea de tener opiniones
preparadas, con listón y empaquetadas, listas para salir al mundo en cualquier
momento. La verdad era que no las tenía. Usa el visor de su gorra como barrera
para evitar mirarla y se encoge de hombros, sabiendo que no lo ve directamente,
pero ella puede sentir de alguna manera su reticencia.
Eudora suspira, un puchero asomándose en sus labios, los
“subtítulos” de la cara, los llamaba Dana, telegrafiando a Ignacio su fastidio.
Aplasta su colilla de cigarro dentro de la lata de atún que usan de cenicero.
Agita su cabeza al acercarse a la veranda y extiende una mano para que las
gotas de lluvia caigan en su palma, perezosas y frías.
— Estoy cansada. Necesito sentirme viva. — Murmura
suavemente llevando sus dedos mojados a sus labios.
— Lo sé, lo siento. — Ignacio se da un momento para apagar
el cigarro antes de dejar la comodidad del columpio y vacila un poco entre
abrazarla o solo acercarse. Un trueno interrumpe la monotonía del agua que cae
sobre la techumbre, se decide y le rodea por la cintura, su nariz contra el
cabello enredado, olor a moras, como decía su champú.
Ella se recarga en su cuerpo, se amoldan uno al otro. Los
dedos delgados le recorren el antebrazo dejando rastros del agua de lluvia
mientras ella se abraza sobre los brazos de él.
— Vente. Te hago un té. — Le dice aflojando sus brazos, pero
ella no lo suelta. — Ven, tenemos el rompecabezas ese que te regaló tu cliente
el otro día, ¿qué tal si lo abrimos?
— Ok. — responde ella dejándole retirarse, pero sin soltarse
a sí misma.
— ¿Vamos? – le pregunta dando un paso hacia la puerta.
— Te alcanzo.
Ella se espera a escuchar sus pasos perderse en la casa,
frota su cuello, su rostro, el cansancio bañándola toda, como si hubiera dado
un paso hacia la lluvia. Su cuerpo se siente encendido como si Ignacio hubiera
quemado su ausencia en la piel. Intenta empujar el deseo al hueco muerto donde
debería estar, pero no puede, no se deja.
— Hey Google. Reproduce Magos Herrera. — Ignacio dice en
cuanto la escucha entrar al baño.
Ignacio sabe, no quiere saber, y se engaña tremendamente
bien. Prepara sobre la mesa lo que necesitarán para hacerse el té. Tazas,
infusores, sobre la voz de Magos no se escuchan los suspiros, la respiración
agitada, botes de infusión de frutos del bosque para ella, de Gray Earl para
él, en la mente de Ignacio se escucha como banda sonora las altas y bajas que
se conoce bien.
— Hey Google, sube el volumen. — dice, pero su mente no
obedece al comando, aunque la voz de Magos ahora sea lo único que se escuche,
el ruido dentro de su cabeza persiste, es su propia bestia.
Miel, Eudora toma su infusión con miel, Ignacio piensa y se
ocupa en poner la mesa, sacar cucharas, el Stevia, lo que puede, lavar el vaso
que está solo en el fregador, antes que su cabeza quiera ponderar, procesar lo
que está pasando.